El loco del barrio
15/05/20
Cuando uno es pibe, en casi todos los barrios se pueden distinguir los mismos personajes. Está el viejo que le pincha la pelota a la muchachada cuando se les cae en su patio, la abuela que le sirve la merienda al nieto y a todos sus amigos, el kiosquero que se habla con todo el mundo… Pero de quien les quiero hablar es de ese tipo que nadie conoce, y que la exagerada perspectiva juvenil le suele teñir de un aire sobrenatural.
Ese es el hombre misterioso, barbudo, errante… El que no te mira a los ojos, si no que directamente te espía el alma, el que te tira una frase enigmática y se va como si nada hubiese ocurrido, dejándote meditabundo el resto del día. Esto es lo que me sucedió junto a unos compañeros del colegio hace unos años.
Ocurrió una tarde. Era una calle tranquila, estábamos en una vereda y sentados en ronda, conversando hasta que sin darnos cuenta empezó a anochecer. Desde la distancia, mientras los demás seguían charlando, pude ver la figura de un hombre caminando por la calle mientras llevaba algo similar a un carrito de supermercado. Cuando el discreto sonido de las ruedas del carrito se hizo más evidente, todos tornaron la vista. Era un hombre mayor, pero sin llegar a viejo. Tenía algunas canas tímidas saliendo de su pelo corto y de su barba. Además se veía algo sucio y con ropa desgastada.
Por desgracia la memoria me falla al intentar recordar con nitidez cuál fue el motivo por el que este señor detuvo su paso frente a nosotros. Si escuchó de pasada algo que dijimos y le llamó la atención, si es que alguno lo quedo mirando, o simplemente le pintó quedarse parado enfrente nuestro. Pero lo que sí recuerdo es que le habló a mi amigo, que estaba al lado, como si lo conociera desde hace tiempo.
Mi amigo se comió un diálogo enredado y confuso, pero que sin duda era honesto, con la solemnidad y sabiduría de un filósofo que le da cátedra a un alumno. Le habló acerca de términos tan plurívocos como lo son la vida, la felicidad, o el amor. Yo, por supuesto ¿Cómo carajo iba a responder al discurso de un hombre que parecía estar parado entre la erudición y la locura? Así que simplemente decidí quedarme callado mientras veía la cara de mi amigo que escuchaba atento, aunque era evidente que él no entendía absolutamente nada.
Esa conversación (que rozaba a ser un monólogo) simplemente podría haber pasado de largo. Terminar como un extraño y sorpresivo servicio de autoayuda a encargo. Pero no. Este extraño señor de repente hizo un breve silencio, su semblante se volvió más sombrío, y ahí fue cuando le clavó la mirada a mi amigo, como si le espiase el alma. La vida, la felicidad, el amor que nombraba hace poco mutaron en muerte, tristeza y resentimiento. Tuvieron que pasar varios minutos que parecieron eternos para que por fin percibiera la notoria expresión facial del pibe, la cual pedía a gritos que pare y se vaya. Y así lo hizo, no sin antes concluir diciéndole:
- Te voy a visitar en tu tumba.
Sonriendo, se alejó con su carrito como si nada hubiese ocurrido, con el mismo ritmo tranquilo e incesante con el que había llegado. Mi amigo, por supuesto, no volvió a emitir una sola palabra el resto de día.
Pasados los años, ahora recuerdo este acontecimiento con profunda reflexión ¿Quién era este hombre? ¿Cómo habrá terminado así? ¿Necesitaba ayuda? Y de ser así ¿Acaso alguien estaba cuidando de él? Porque no fue el único “hombre extraño” y abandonado que vi en mi temprana juventud, ese tipo al que simplemente lo tildaba de loco para ignorarlo y seguir con mi vida cotidiana. Al final de todo determiné, después una larga meditación, que muchos de estos hombres no son tan peligrosos como la misma sociedad que los ignoró y los obligó a vivir de esa forma: misteriosos, barbudos y errantes.